Darlene es la típica recepcionista del típico motel de un pequeño pueblo de la costa californiana de Estados Unidos. Con una sobredosis de maquillaje y la sonrisa tensada al máximo por los músculos faciales y el bótox, nos da la bienvenida: “Gracias por venir, me has alegrado el día”
Nosotros la miramos con nuestro sesgo europeo, cargados de escepticismo, prepotencia y cinismo y pensamos: “Como son los yankees, cómo le tienen comido el coco a la señora para que haga el paripé con todo el que viene diciendo le ha alegrado el día. Sin duda, es una sociedad simplona y superficial”
Pero sucede que, en nuestro análisis, se nos ha olvidado tener en cuenta un factor. Un factor tremendamente relevante y es que Darlene, en el fondo, se alegra mucho de que hayamos venido.
Seguramente cuando empezó le dieron un manual con el protocolo de bienvenida donde se especificaba cuales son las palabras exactas y adecuadas para cada cliente pero con el tiempo han ido calando en el espíritu de Darlene hasta condicionar sus sinceras emociones y ahora, honestamente, se alegra.
Lo que quiero decir es que nuestros estados de ánimo son permeables a los estímulos y esos estímulos no tienen porqué ser necesariamente externos. Mi recomendación es que cojamos nuestras convicciones más nobles y profundas como “mi libertad termina donde comienza la del otro” o “soy yo el que tiene que poner de su parte para cambiar las cosas” y nos las repitamos insistentemente hasta interiorizarlas de tal forma que las asumamos espontáneamente. Al principio parecerá artificial pero el tiempo hará que nuestra naturaleza se amolde.
El hecho de recordarnos con constancia determinados mensajes, y más aún si los verbalizamos y compartimos públicamente, es probable que haga que nuestras emociones se vean condicionadas y, si ese mensaje es una convicción honesta y real, puede que logremos superar la principal carencia de nuestro tiempo: la coherencia entre nuestro discurso y nuestras acciones.
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